Economía del Estado del Bienestar e Intervención Económica
Impacto de la planificación económica, la economía de mercado y la economía pública.
Economía del Estado del Bienestar e Intervención Económica
La intervención del Estado en la economía es evidente. En la mayoría de los países desarrollados, los niños pueden asistir a escuelas públicas, jardines y piscinas. Las carreteras están en gran parte diseñadas, trazadas, construidas y mantenidas por el Estado. En muchos países, los sistemas de protección social también forman parte del sector público. Algunos mercados están regulados y ciertas actividades o productos están gravados o subvencionados.
Esta política de intervención gubernamental en la actividad económica no es un fenómeno nuevo. Lo que podríamos llamar intervencionismo está vinculado en sus orígenes al nacimiento del Estado moderno (mercantilismo). En el siglo XIX, el intervencionismo retrocedió bruscamente frente al liberalismo, pero inspiró no obstante ciertas prácticas que apoyaron el desarrollo de nuevas industrias (ferrocarriles) o defendieron ciertas actividades (agricultura). Pero fue a finales del siglo XIX, y aún más en el siglo XX, cuando cobró todo su esplendor. Para caracterizarlo, no basta con situarlo entre el socialismo (porque respeta en general la propiedad privada del capital) y el liberalismo (porque obstaculiza el libre juego de los intereses privados).
Las justificaciones y los efectos de la intervención del Estado en la economía son objeto de una rama de la economía conocida como "economía pública". La economía pública nació en la década de 1950, cuando se distinguió de la hacienda pública, que estudiaba específicamente la financiación del Estado, al asumir el problema particular de la fijación de precios de los bienes o servicios proporcionados por las empresas estatales. Inicialmente simplemente "economía del sector público", la disciplina se ha diversificado ampliamente desde entonces, tanto en el plano teórico como en el aplicado.
La historia del intervencionismo
Durante mucho tiempo, el intervencionismo pareció ser la expresión misma del poder público que imponía su acción a las empresas privadas en nombre de la justicia social. Luego fueron éstas las que pidieron ayuda al Estado por razones económicas. Hoy, además de la protección, existe una especie de asociación, una penetración recíproca de lo "público" y lo "privado". Está surgiendo un "Estado socio" en la estela del Estado vigilante y del Estado protector. Se superponen así tres formas sucesivas de intervencionismo.
El Estado vigilante
Sería inútil buscar una doctrina precisa para el intervencionismo social: el reformismo que lo inspira ha adoptado formas diferentes según la escuela política, filosófica o religiosa. Entre ellas, el catolicismo social destaca como el conjunto de principios más coherente (respeto del individuo, protección de la familia, libertad de asociación, preferencia por los "cuerpos intermedios", etc.). Véase la definición de intervención financiera en el diccionario.
Evidentemente, es la justicia la que impulsa todo este movimiento, no tanto la justicia "conmutativa" (justicia en los intercambios) como la justicia "distributiva" (en la distribución). Pero este mismo concepto se ha ampliado enormemente con el paso del tiempo, trayendo consigo la expansión implacable del reformismo.
El intervencionismo social
La primera forma de intervencionismo fue la legislación laboral protectora, como reacción contra los graves abusos de la revolución industrial bajo el régimen naciente del capitalismo salvaje. Ésta se extendió muy gradualmente, desde los sujetos del contrato de trabajo (niños, mujeres) hasta las condiciones en las que se realizaba el trabajo (duración, higiene, accidentes), culminando en la determinación de las tarifas salariales (mínimas) (aumento impuesto de los salarios bajos en 1936; fijos en 1945-1946, e institución del salario mínimo interprofesional garantizado, o S.M.I.G., en 1952 y del salario mínimo interprofesional de crecimiento, o S.M.I.C., en 1969). Posteriormente, el Estado trató de ir más allá del capitalismo animando a los asalariados a participar en el progreso de la empresa, bien mediante contratos opcionales con condiciones muy flexibles (ordenanza del 7 de enero de 1959), bien mediante la ampliación del capital de la empresa (ordenanzas del 17 de agosto de 1967 y ley del 24 de octubre de 1980 sobre la distribución de acciones gratuitas). A este respecto, Francia ha estado a la vanguardia en comparación con otros países industrializados.
Del mundo del trabajo, la intervención se extendió progresivamente a todas las categorías desfavorecidas: los necesitados, los enfermos, las familias numerosas, los parados y los "económicamente débiles". Desde entonces, muchos de estos "riesgos sociales" están cubiertos por la seguridad social, que se generalizó en la mayoría de los países después de la guerra. En todos los países, el Estado interviene también en favor de la vivienda social (diversas subvenciones a la construcción).
La política fiscal
Además de la legislación social, la política fiscal se ha convertido en un arma clave del intervencionismo.
A partir de finales del siglo XIX, las consideraciones sociales se convirtieron en parte integrante de la política fiscal. Al principio, se trataba de lograr la "equidad en la fiscalidad" sustituyendo la igualdad de tipos (proporcional) por la igualdad de sacrificios (mediante tipos progresivos crecientes en función de los tramos de renta): para ello se invocaba el marginalismo. A continuación, se trataba de promover la "justicia fiscal" reduciendo las desigualdades sociales mediante fuertes impuestos sobre las grandes fortunas (impuesto de sucesiones muy elevado en Gran Bretaña) o sobre las rentas elevadas (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, etc.). El socialismo sueco se basa esencialmente en la fiscalidad.
Algunos países (por ejemplo, los Países Bajos) han intentado incorporar medidas distributivas a una política general de rentas, pero ésta apenas ha superado la fase de la política salarial.
Yendo más allá del nivel de renta, el Estado intervino en la propiedad misma del capital: Francia y Gran Bretaña, en particular, nacionalizaron empresas muy grandes (energía, transportes, bancos, etc.) antes y después de la guerra. Pero los resultados, aunque a menudo beneficiosos en términos técnicos, fueron bastante decepcionantes en términos sociales.
Con ello, la intervención rebasó el ámbito estrictamente social para adentrarse en el económico.
El Estado protector
Del proteccionismo al dirigismo
El Estado-nación nunca ha sido indiferente a las relaciones comerciales de sus ciudadanos con otros países. Por eso, en el siglo XIX, antes y después del periodo de libre comercio (1860-1881), intervino por primera vez en la esfera económica mediante una política de protección aduanera, principalmente en favor de la agricultura en Francia y de la industria en Alemania (bajo la influencia de las teorías de F. List sobre las "industrias nacientes").
Este proteccionismo, llevado al extremo (autarquía) en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, se redujo considerablemente en la posguerra. En el marco del GATT en 1947, y luego de la OMC a partir de 1995, se alcanzaron acuerdos para reducir las barreras aduaneras. Al mismo tiempo, las naciones se unieron para crear uniones económicas (primero la CEE, luego la UE, ALENA, Mercosur, etc.).
Pero fue incluso dentro de las fronteras nacionales donde el intervencionismo adoptó nuevas formas durante el periodo de entreguerras, y éstas se extenderían. En Francia, por ejemplo, surgió un sector semipúblico con las "empresas semipúblicas" (llamadas así porque consistían en que una autoridad pública ayudaba a crear sociedades anónimas que explotaban recursos de interés general: navegación fluvial, petróleo, etc.). A éstas se añadieron posteriormente las participaciones financieras del Estado en empresas privadas, tan importantes en la actualidad que han pasado a denominarse "el Estado banquero".
La crisis de 1929 invirtió la posición tradicional de las empresas privadas con respecto al intervencionismo: antes lo rechazaban, pero ahora lo exigían para remediar sus dificultades (subvenciones, absorciones, fijación de precios, acuerdos impuestos, competencia limitada, etc.).
En Italia, el vasto complejo financiero industrial del I.R.I. (instituto per la ricostruzione industriale) data de esta época. También es el origen de la política de dirigismo agrícola, hoy muy extendida: el progreso técnico provoca "excedentes" que ponen en crisis la agricultura en todas partes. Para contrarrestarlo, se aplican dos tipos principales de intervención: sobre los precios, para apoyarlos; sobre las estructuras, para modernizarlas (en Francia, las Sociétés d'aménagement foncier et d'établissement rural, o S.A.F.E.R.). En Francia, el gasto público total en agricultura (excluyendo la educación y los gastos sociales) asciende a más de 92.000 millones de francos de un presupuesto total de 903 (presentación funcional). El Mercado Común ha puesto en marcha, no sin dificultades, un complejo mecanismo de intervención. En 1956 introdujo una política de reducción de las superficies cultivadas mediante la concesión de primas (de ahí el nombre de "Banco de Suelos").
Del empirismo a la intervención sistemática
Sin embargo, el intervencionismo habría seguido siendo un conjunto de procedimientos empíricos si no hubiera sido elevado a la categoría de sistema teórico por J. M. Keynes en 1936. El autor de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero le dio un método: el macroanálisis (análisis por cantidades agregadas); un objetivo: la consecución del pleno empleo; y un medio: el mantenimiento de la inversión a un nivel elevado mediante una política de crédito y dinero administrado (tipos de interés bajos para estimular la inversión privada), y una política de gasto público.
La política keynesiana era demasiado fácil y dio lugar a muchos abusos, pero dio un nuevo impulso a la acción pública. El desarrollo de la contabilidad nacional (aplicación del macroanálisis), el progreso de las estadísticas, etc., también la favorecieron.
La política monetaria y financiera aún conserva profundas huellas de ello, y es este intervencionismo monetario y financiero lo que hay que aclarar.
El intervencionismo monetario y financiero
Al igual que el Estado-nación nunca ha perdido el interés por el comercio exterior, tampoco ha permanecido indiferente al dinero y al crédito. En el siglo XIX, la moneda, que hasta entonces había sido un "fait du prince", adquirió un estatuto liberal que fijaba su valor y su emisión sin intervención del Estado (de moneda "subordinada" pasó a ser moneda "independiente"), pero el banco emisor gozaba no obstante de un estatuto privilegiado que le permitía intervenir en el mercado crediticio a través de la política del descuento (y del mercado abierto en los países anglosajones). Pero su posición dominante en relación con los bancos comerciales seguía siendo una posición dominante en relación con el oro. En principio, era la defensa de la reserva de oro la que dictaba en última instancia su política. Esta política era, por tanto, un tanto pasiva.
Las teorías del dinero dirigido que sistematizó Keynes tendieron a invertir esta posición, liberando a los bancos centrales de la tutela del oro y otorgándoles así un papel activo con respecto al crédito: su política (de dinero caro o barato) ya no debía obedecer más que a motivos económicos internos (frenar o favorecer la expansión). Estas mismas tesis condujeron también al rechazo del papel del oro como "fetiche bárbaro" en las relaciones internacionales y a la introducción del patrón cambio oro (las reservas de oro fueron sustituidas por reservas de divisas en oro, de hecho la libra esterlina y el dólar).
Este sistema, que se aplicó a ciertos países en el periodo de entreguerras, no sobrevivió a la crisis de 1929-1930, pero reapareció después de la guerra para convertirse gradualmente, a través de una serie de vicisitudes, en un sistema de cambio estándar del dólar. A partir de entonces, el intervencionismo monetario adoptó una forma internacional en beneficio de Estados Unidos; y resulta paradójico que el país de la libre empresa se haya convertido también en el país del "dinero administrado".
A este intervencionismo monetario se ha sumado en todas partes el intervencionismo financiero, no sólo a través del peso, ahora considerable, de los presupuestos públicos, sino también a través de la acción de los organismos estatales sobre el mercado financiero y el crédito a medio plazo. En Francia, ha habido tres oleadas de nacionalizaciones en la banca y las finanzas: la primera en 1936 bajo el Front Populaire, la segunda en 1945-1946 en la Liberación y la tercera en 1983-1985 bajo el gobierno de la Union de la gauche. En su punto álgido, a mediados de los años ochenta, la proporción del crédito distribuido por las instituciones bancarias y financieras controladas por el Estado superaba el 80%. Cuando las instituciones de crédito se privatizaron gradualmente a partir de 1986, la intervención del Estado en la banca y las finanzas se centró en adaptar la normativa del sector. Además de su papel de regulador, el Estado sigue teniendo una fuerte presencia como emisor: las emisiones de obligaciones públicas o semipúblicas (en particular para financiar las inversiones realizadas por el Estado o por las empresas nacionalizadas) movilizan una gran parte del ahorro.
Esta evolución ha tenido una consecuencia bastante inesperada. A medida que el Estado se ha ido implicando más estrechamente en la vida económica, también se ha dejado penetrar por ella. Ahora se han forjado vínculos recíprocos entre las autoridades públicas y las empresas privadas, haciendo del Estado no sólo un guardián sino un "socio", según la expresión de F. Bloch-Lainé. Aunque esto se ha convertido en una tendencia general, Francia servirá de ejemplo.
El "Estado socio"
La acción del Estado
Esta nueva forma de intervención se manifestó primero en el deseo de una "economía concertada". La planificación francesa brindó la ocasión para ello.
Ya en 1946, los representantes de las empresas privadas (y más tarde de los sindicatos) fueron reunidos en "comisiones de modernización" con representantes de las administraciones públicas, para trabajar juntos en la elaboración del Plan. Esta "concertación" se extendió después a la aplicación del Plan, contrayendo el Estado y las empresas compromisos recíprocos denominados "cuasicontratos" (ayudas por un lado, aceptación de ciertas condiciones por otro, como la descentralización). Esta comunidad de acción se diversificó a nivel regional con las C.O.D.E.R. (comisiones regionales de desarrollo económico) y la política de ordenación del territorio, que se ha descrito como conducente a una "geografía voluntaria".
Esta interpenetración de lo "público" y lo "privado" se expresa también a través de la acción estimulante del Estado. Algunas empresas públicas, antaño rezagadas con respecto al progreso tecnológico, se encuentran ahora en la vanguardia (S.N.C.F., E.D.F., etc.). Es más, en todos los países, la investigación y el desarrollo se han convertido en parte integrante del sector público; el gasto militar, que por naturaleza era improductivo, se ha vuelto así productivo. La llegada de los socialistas al poder en 1981 no cambió en nada la magnitud de este gasto.
Es más, para hacer frente a la competencia extranjera, el Estado ha fomentado fusiones y adquisiciones que antes miraba con recelo. Del mismo modo, tras crear en Francia "empresas subvencionadas" (que ejercen actividades privadas, como la construcción de edificios, de acuerdo con normas establecidas pero sujetas a garantías específicas), el Estado firmó "contratos de desarrollo" con determinados sectores o empresas: por ejemplo, en Francia, los acuerdos firmados el 29 de agosto de 1966 con la Chambre syndicale de la sidérurgie y el 13 de abril de 1967 con la Compagnie internationale d'informatique ("plan calcul"). En ambos casos, las ayudas estatales iban acompañadas de compromisos específicos en materia de productividad, concentración, cuestiones sociales, etc.
Por último, el Estado socio se ha comprometido a implicar a las empresas privadas en sus acciones, ya sea mediante compromisos recíprocos o mediante una política impuesta.
En la mayoría de los casos, el Estado ha dejado cierta libertad a los precios bajo diversas condiciones. A veces, los "compromisos de estabilidad" permiten a las empresas (de distribución) "reajustar" sus tarifas, siempre que el nivel medio de sus precios permanezca invariable, debiendo compensarse los aumentos de unos precios con reducciones de otros. A veces se concluían "contratos programa" con las empresas (industriales), que recuperaban la libertad de fijar (y subir) sus precios para un producto determinado, a condición de que mantuvieran los aumentos salariales dentro de los límites fijados por el plan, mejoraran su productividad, realizaran una producción determinada, etc., todo ello bajo el control del gobierno.
Entre 1981 y 1986, el gobierno socialista aplicó dos políticas opuestas: una de relativa libertad de precios, pero la "recuperación" que buscaba condujo a una elevada inflación y a la devaluación de la moneda; la otra de congelación temporal de precios e ingresos para limitar la inflación en 1982 e iniciar una política de "austeridad" en 1983.
Esto ilustra la considerable evolución que ha experimentado el intervencionismo: de la simple "ley social" a la "economía concertada", y de ésta a la "economía contractual". Es cierto que en Francia, la llegada de los socialistas al poder en 1981 tendió a restringir el intervencionismo en favor de una influencia central más directa, que se dejó sentir sobre todo en la televisión, la seguridad social y la fiscalidad (impuesto sobre el patrimonio, impuesto de solidaridad). Sin embargo, el país no tardó en emprender también el camino de la liberalización, sobre todo en el sector financiero.
Intervención del Estado: Economía pública
Desde un punto de vista normativo, la economía pública se ocupa de la definición misma del papel del Estado: ¿cómo definir sus objetivos, cuáles son las justificaciones de su intervención en la economía? A continuación, desde un punto de vista positivo, analiza los instrumentos de esta intervención y sus efectos en la economía. Desde esta perspectiva, se sirve de los avances de la "teoría de los incentivos" y, de forma más general, de la teoría de los juegos. Como disciplina, la economía pública ha sido objeto de numerosas aplicaciones empíricas en los sectores del transporte, el medio ambiente, la sanidad y las telecomunicaciones, donde ha dado lugar a importantes avances en materia de tarificación, competencia y regulación. Por otra parte, y de acuerdo con la tradición, la economía pública, que se inscribe en el ámbito de la microeconomía, no se ocupa de los instrumentos específicamente macroeconómicos del Estado, que siguen siendo competencia de la política económica.
Por qué y cómo interviene el Estado
Eficiencia y redistribución
En una visión minimalista, la única función del Estado es proteger al individuo de la violencia. El Estado sólo es necesario porque permite escapar de la ley natural, en la que los derechos de los demás no están suficientemente reconocidos. Al ofrecer una garantía jurídica para los contratos, el Estado contribuye a establecer la confianza entre los individuos, lo que a su vez fomenta la cooperación.
La economía pública va mucho más lejos al asociar dos justificaciones principales de la intervención del Estado: la eficacia y la redistribución.
Al proponer un modelo riguroso del funcionamiento del mercado, la teoría del equilibrio general fue uno de los avances más significativos de la historia del pensamiento económico. Uno de sus resultados fundamentales se refiere a la eficiencia en el sentido de Pareto: si el mercado funciona perfectamente, entonces, una vez que el sistema de precios se ha ajustado para igualar la oferta y la demanda, no hay posibilidad de intercambio voluntario mutuamente beneficioso. En este sentido, el mercado conduce a una utilización eficaz de los recursos sin despilfarro.
A pesar de su gran interés conceptual, pronto se hizo evidente que esta teoría ofrecía una descripción bastante pobre de la realidad. Varios de los supuestos en los que se basa y que garantizan la eficacia del mercado pueden cuestionarse. Por ejemplo, se supone que los agentes se comportan de forma ingenua frente al mercado: reaccionan al sistema de precios sin sospechar que su comportamiento influye en los equilibrios. En realidad, sin embargo, algunos agentes -las empresas, por ejemplo- son lo suficientemente grandes como para influir en los precios. Además, se supone que los rendimientos son decrecientes, que todos los bienes son privados y que todos los mercados están abiertos. Por último, se supone que la información es perfecta y compartida por todos los agentes, mientras que es evidente que disponer de información privilegiada otorga una ventaja estratégica que los agentes intentan utilizar en su beneficio. Cuando estas hipótesis dejan de verificarse, la competencia ya no conduce necesariamente a la eficiencia. La primera justificación de la intervención pública en la economía es hacer frente a estas ineficiencias.
La segunda justificación se refiere al objetivo de redistribución. En efecto, aunque el mercado fuera eficiente, no habría ninguna garantía de que alcanzara un estado deseable desde el punto de vista de la equidad, en el que, por ejemplo, cada ciudadano tuviera garantizado un nivel de vida mínimo. La competencia es un mecanismo de incentivos que anima a los agentes a hacer el mejor uso de sus recursos; no tiene ni el propósito ni la virtud de corregir posibles injusticias en la distribución de la riqueza, el talento, la salud, etc.
Interés público, bienestar colectivo y límites
Véase a continuación sobre lo siguiente:
¿Cómo definimos el interés público?: La elección social, Teorema de la imposibilidad de Arrow, Votación por mayoría, Votación y equidad.
¿Cómo podemos definir un criterio de bienestar colectivo?: Utilitarismo, La justicia social según Rawls, Nuevo bienestarismo.
Los instrumentos y los límites de la intervención pública.
¿Cómo definimos el interés público?
Una vez aceptadas estas dos justificaciones teóricas, lo que queda por hacer es definir la "función objetivo" del Estado, que le permite orientar sus acciones: ¿cómo elegimos entre dos políticas que mejoran la eficacia, cuáles son los criterios que nos permiten optar por una determinada medida de redistribución?
Elección social
Cuando dos medidas que compiten entre sí pueden ambas aumentar la eficiencia económica y recibirían cada una un apoyo unánime si se propusieran por separado, no hay ninguna garantía de que la elección entre las dos pueda hacerse por unanimidad. Para poder elegir, necesitamos una regla de agregación de los intereses privados que pueda representar el interés colectivo.
La teoría de la "elección social" estudia este problema de agregación de preferencias desde un punto de vista normativo. ¿Existe una forma racional de definir una preferencia única a partir de las preferencias de cada miembro de la sociedad? Kenneth Arrow, en Elección colectiva y preferencias individuales (1951), explora la posibilidad de reglas de agregación que satisfagan las tres condiciones siguientes:
si todos los individuos prefieren a a b, entonces también debe hacerlo el colectivo (por tanto, la regla debe cumplir el criterio de eficiencia de Pareto);
la elección entre a y b sólo puede depender de las opiniones individuales sobre a y b, con exclusión de otras opciones (condición de independencia);
por último, la regla debe ser aplicable para cualquier configuración de preferencias individuales entre las distintas opciones (condición de universalidad).
El teorema de la imposibilidad de Arrow
Cuando están prohibidas las comparaciones interpersonales del bienestar, es decir, cuando sólo cuentan las preferencias ordinales de los individuos, la respuesta a la pregunta anterior es decepcionante. El teorema de Arrow demuestra que las únicas reglas que satisfacen las tres condiciones "razonables" son las reglas dictatoriales en las que un individuo dado impone sus preferencias al grupo.
El teorema de Arrow es una generalización de la famosa paradoja de Condorcet. La regla de la mayoría (que recomienda que, entre dos soluciones, se elija la que tenga más votos) verifica las tres propiedades requeridas, pero puede llevar a un callejón sin salida. Supongamos que hay tres opciones diferentes (a, b y c) y tres votantes. El primero prefiere a a b y b a c, el segundo b a c y c a a, y el tercero c a a y a a b. Vemos que a gana a b y que b gana a c por dos votos a uno pero que, paradójicamente, c gana a a por dos votos a uno.
Votación por mayoría
En la práctica, muchas decisiones se basan en procedimientos de votación. Desde finales de la década de 1970, se está desarrollando una rama de la economía (conocida como la "nueva economía política") que estudia los equilibrios políticos y económicos. En ella, las decisiones públicas vienen determinadas por el juego electoral o por el menos glorioso juego de la influencia y los grupos de presión. Teóricamente, además, cuando abandonamos la tercera condición del teorema de Arrow (condición de universalidad), es decir, cuando las preferencias no son arbitrarias, el voto por mayoría puede convertirse en una regla de agregación operativa.
Tomemos el caso de una ciudad-calle, orientada a lo largo de un eje este-oeste, en la que el alcalde quiere construir una determinada instalación pública (una oficina de correos, por ejemplo). Ponerla en el este beneficiaría obviamente a los residentes del este, mientras que ponerla en el oeste beneficiaría a los residentes del oeste. La ubicación mediana (la que divide la ciudad en dos partes con igual población) vence a todas las demás propuestas por mayoría. Hablamos aquí de preferencias "unimodales" y de la "dictadura" del agente mediano. Este resultado se aplica en los casos en los que la elección política puede representarse mediante un parámetro en un eje unidimensional, y para el que cada individuo tiene una posición favorita, siendo cada una de las otras menos aceptable para él cuanto más se aleja de esa posición.
Votación y equidad
Cabe señalar que la regla de la mayoría no es realmente atractiva como criterio de equidad o redistribución. Tomemos una caricatura del caso en el que se propone repartir una cantidad determinada de riqueza entre tres personas, A, B y C. En el estado inicial, A y B poseen cada uno el 45% de la riqueza y C el 10%. Consideremos entonces la siguiente propuesta: confiscamos la mitad de la dotación de C y la repartimos entre A y B. Esta propuesta gana obviamente la mayoría de los votos. Esta propuesta gana obviamente la mayoría de los votos, pero es evidente que no conduce a una redistribución más justa.
Visualización Jerárquica de Intervención Económica y Financiera
Asuntos Financieros > Libre circulación de capitales > Mercado financiero
Intercambios Económicos y Comerciales > Política comercial > Política comercial > Intervención en el mercado
Economía > Política económica > Política económica > Política de intervención
¿Cómo podemos definir un criterio de bienestar colectivo?
Utilitarismo
El teorema de Arrow se aplica cuando están prohibidas las comparaciones interindividuales del bienestar: se trata de establecer una clasificación general de las opciones a partir de las clasificaciones individuales. Sin embargo, se puede avanzar si se permiten dichas comparaciones interindividuales. Ya en el siglo XVIII, con Jeremy Bentham, el utilitarismo proponía una "aritmética de las alegrías y las penas": una disminución del bienestar para unos podía justificarse por un aumento para otros. Para esta escuela de pensamiento, el bienestar individual se mide por un índice de utilidad, y el criterio colectivo es entonces simplemente la suma de estas utilidades. Si, por ejemplo, las utilidades individuales se miden por un indicador de renta, este criterio es obviamente poco redistributivo: lo único que importa es la renta per cápita media, no su dispersión. Supongamos que inicialmente Pedro tiene una renta de 9 y Pablo una renta de 10, y que examinamos una política que conduce a una situación en la que Pedro tiene 1 y Pablo 19. El criterio utilitarista indicará que tal política es deseable, ya que aumenta la renta media.
La justicia social según Rawls
En su libro La teoría de la justicia (1971), John Rawls propone un enfoque ético que debería guiar la toma de decisiones públicas. En él, desarrolla la idea de la "posición original", una especie de estado abstracto en el que los individuos aún no están inmersos en la sociedad y todavía no saben qué talentos o bienes heredarán. Según Rawls, tras este velo de ignorancia, antes de que las injusticias iniciales hayan surtido efecto, los individuos, necesariamente todos idénticos, querrán asegurarse de que sus condiciones sean iguales, y sólo tolerarán la desigualdad si beneficia a los más desfavorecidos. Incluso si una política conduce a una reducción radical de la renta media, debe aplicarse si los más desfavorecidos están mejor.
Nuevo asistencialismo
En contribuciones de los años 50, William Spencer Vickrey y John Harsanyi formalizaron esta idea del velo de ignorancia. En cierto modo, es como si el "juez" o decisor, en la situación original, se enfrentara a un problema de toma de decisiones en un contexto de riesgo. No sabe cuál será su lugar en la sociedad y sólo el azar decidirá. Todo depende entonces de la actitud ante el riesgo: una actitud neutra consiste en considerar la media, es decir, el criterio utilitarista que no tiene en cuenta la variabilidad; una actitud más prudente da importancia a la dispersión; una actitud de aversión infinita al riesgo se centra en la situación más desfavorable y corresponde al criterio de Rawls.
Evidentemente, el lugar que ocupa una persona en la sociedad no es una mera cuestión de azar; "hereda" activos y talentos, bienes primarios, que luego utiliza para transformar su condición. Según Amartya Sen, el bienestar individual no puede reducirse a un índice de renta o de acceso a los bienes primarios. Hay que tener en cuenta que los individuos no tienen la misma capacidad para transformar la renta en bienestar. La desigualdad debe analizarse en términos de un conjunto de indicadores multidimensionales que midan la capacidad de cada individuo para "funcionar en sociedad".
Los instrumentos y los límites de la intervención pública
Instrumentos
Los instrumentos de que dispone el Estado varían en función de los objetivos perseguidos y de la información disponible. Si se trata de la eficacia, puede asumir la responsabilidad directa, o delegarla, de la producción y distribución de determinados bienes; puede regular los precios o imponer impuestos específicos. Si al Estado le preocupan las ineficiencias de la competencia imperfecta, entonces hablamos de medidas reguladoras, que van desde el control absoluto de los precios hasta la licitación competitiva.
En cuanto al objetivo de redistribución, el impuesto sobre la renta, en particular la forma de la escala impositiva, es el instrumento más obvio, aunque no el único. También existen otros instrumentos: por ejemplo, se invocan consideraciones de equidad para justificar la intervención del Estado en determinados bienes que entran en el ámbito de una misión de servicio público. Aunque la definición es objeto de debate semántico, existe un consenso bastante estable según el cual un bien es un servicio público cuando su consumo es una condición necesaria para el ejercicio de los derechos fundamentales de un individuo.
Según Amartya Sen, "la libertad, entendida positivamente, depende de la capacidad de funcionamiento del individuo y, por tanto, confiere un valor particular al acceso a ciertos bienes específicos en la medida en que condicionan esa capacidad". Según esta definición, hay bienes o servicios que son intrínsecamente necesarios para el ejercicio de la libertad individual, y el acceso a estos bienes debe estar garantizado para todos. Cuando el mercado no lo proporciona satisfactoriamente, el Estado puede intervenir produciendo directamente, subvencionando la producción o distribuyendo derechos específicos.
Límites
En teoría, si los poderes públicos dispusieran de información completa sobre el entorno económico, podrían alcanzarse simultáneamente los dos objetivos de eficacia y redistribución. Lo único que tendría que hacer el planificador omnisciente es calcular el sistema de precios adecuado y redistribuir los recursos en función de los objetivos de equidad perseguidos. Esta configuración ilusoria se refiere a lo que se conoce como "optimalidad de primer orden".
En realidad, la información de que disponen los poderes públicos es incompleta. Esta restricción informativa, que limita la eficacia de los instrumentos aplicados, tiene un impacto significativo en los métodos y la eficacia de la intervención pública. Teóricamente, además, el teorema de Gibbard-Satterthwaite, que es una extensión del teorema de Arrow, demuestra que si el centro no dispone de información sobre los datos individuales, no existe ningún procedimiento colectivo de toma de decisiones que esté a salvo de manipulaciones. Cuando las preferencias son a priori arbitrarias, no se puede evitar el comportamiento estratégico: cada agente intentará manipular el mecanismo de decisión a su favor. Este resultado negativo puede superarse si el centro dispone de información suficiente.
La teoría de los incentivos examina en profundidad las configuraciones de información asimétrica en las que es posible establecer mecanismos en los que los agentes se comporten con sinceridad. Un aspecto de la economía pública moderna es precisamente el análisis de la eficacia de los instrumentos, teniendo en cuenta los cambios de comportamiento provocados por la intervención. Las políticas de intervención eficaces, que tienen en cuenta las limitaciones informativas y las reacciones de los agentes ante la acción pública, se conocen como soluciones de "segundo mejor".
Bienes públicos y externalidades
Bienes públicos
En el caso de los bienes de consumo privado, una misma unidad física no puede ser consumida simultáneamente por dos individuos: si uno la consume, priva irrevocablemente de ella al otro. El mercado permite asignar los bienes privados de forma eficiente: si dos individuos codician el mismo bien, el que lo obtenga será el que esté dispuesto a pagar más por él, prefiriendo el otro mantener su dinero a ese precio.
Sin embargo, hay algunos bienes - los bienes públicos - que no satisfacen esta característica de rivalidad: la misma unidad puede ser utilizada simultáneamente (o casi simultáneamente) por dos individuos diferentes. La justicia y la seguridad son los ejemplos más inmediatos de ello y justifican por sí mismos la necesidad del Estado. El faro que se construye a la entrada de un puerto para balizar el canal beneficia a todos los navegantes: el hecho de que uno lo utilice para encontrar su camino no impide que otros lo hagan al mismo tiempo. Sin embargo, esta falta de rivalidad significa que el mercado no resuelve fácilmente las cuestiones de producción y financiación de los bienes públicos. Evidentemente, la inversión necesaria supera con creces el valor individual que obtiene de ella cualquier usuario, y sólo es rentable porque beneficia a varias personas. Así que, espontáneamente, un individuo no tendrá ningún interés en pagar él solo el equipamiento, u optará por una solución muy pobre.
Polizones
Por supuesto, es posible imaginar un mecanismo de suscripción en el que cada individuo haga una contribución personal al bien público. Sin embargo, incluso en este caso, el importe total de las contribuciones no será "eficiente": cada contribuyente compara lo que pone con lo que saca, y no tiene en cuenta, en este cálculo, el hecho de que su dinero beneficiará indirectamente a otros usuarios. Esto puede incluso llevar a algunas personas a no pagar nada en absoluto, actuando como "polizones" y aprovechándose gratuitamente de las contribuciones de otras personas. En general, la falta de coordinación del comportamiento individual conduce a una "infraproducción" de bienes públicos.
La condición Bowen-Lindhal-Samuelson
¿De qué instrumentos dispone "el centro" para restablecer la eficacia en la producción de bienes públicos? Tomemos el ejemplo del faro. Cada marinero tiene una disposición individual a pagar que representa la cantidad máxima que está dispuesto a pagar para beneficiarse del faro. Algunos tendrán una disposición a pagar elevada (navegan con frecuencia), otros una más baja. La regla de decisión efectiva es obvia: el faro debe construirse si la suma de estas voluntades de pago cubre el coste. Este razonamiento es la base de lo que se conoce como "cálculo económico": la decisión se basa en el equilibrio entre los beneficios y los costes de un proyecto. Si ahora lo que hay que determinar es la altura del faro, se aplica el mismo tipo de razonamiento. Supongamos que se ha acordado una altura determinada y la cuestión es si tiene sentido elevarlo un metro. Cada pescador está dispuesto a pagar una determinada cantidad por este metro extra: esta disposición "marginal" a pagar mide el valor individual de elevarla. Sin duda, 1 metro extra cuando el faro sólo tiene 10 metros de altura vale más que cuando ya tiene 40 metros. Por otro lado, este metro extra conlleva un coste adicional, que probablemente será mayor cuanto más alto sea el faro.
El compromiso es sencillo: mientras la suma de la disposición marginal a pagar sea mayor que el coste marginal del metro adicional, debemos seguir aumentando la altura y detenernos cuando la desigualdad se invierta. La ecuación de Bowen-Lindhal-Samuelson da la condición general de eficacia: la suma de la disposición marginal a pagar debe ser igual al coste marginal. Una vez determinada la solución eficiente, el coste total se desglosa en contribuciones individuales a tanto alzado. Si queremos estar seguros de que todos se benefician, debemos asegurarnos de que la contribución solicitada a cada individuo es inferior a su disposición a pagar (lo que puede no ser compatible con un reparto igualitario del coste).
Información y financiación
La aplicación de un procedimiento de este tipo depende, evidentemente, de forma crucial de la información de que disponga el "centro" sobre la disposición individual a pagar. Evidentemente, cada pescador será reacio a divulgar esta información si el centro la utiliza no sólo para decidir la inversión, ¡sino también para financiarla! Para estar seguros de tomar la decisión correcta, tenemos que idear un mecanismo en el que cada individuo no tenga ningún interés en engañar sobre su disposición a pagar.
La idea de los "mecanismos de pivote", desarrollada por Edward Clarke y Theodore Groves a partir de los trabajos de William Vickrey sobre las subastas, se basa en el siguiente principio: para que un individuo se vea incitado a adoptar un comportamiento eficiente, debe asumir las consecuencias "sociales". Si, al declarar su disposición a pagar, un individuo inclina la decisión a favor de abandonar el proyecto o, por el contrario, de construirlo, hay que hacerle cargar con el perjuicio que causa a los demás. De este modo, ponemos en sus manos las llaves de la decisión y, por lo tanto, le animamos a no mentir sobre su disposición a pagar.
Bienes públicos con control de acceso
De todos los bienes públicos, ocupan un lugar especial aquellos cuyo acceso puede controlarse, aquellos por los que puede cobrarse en función del uso. Una solución consiste en cobrar uniformemente al coste medio, repartiendo la carga por igual entre todos los usuarios. Esta solución sólo es eficaz si todos los usuarios están de acuerdo en pagar más que el coste medio. De lo contrario, nos enfrentamos al fenómeno de la "selección adversa": ciertos individuos, para los que el precio cobrado es demasiado elevado, se autoexcluyen, aunque no costaría más atenderles.
La solución puede ser, por supuesto, cobrar precios diferentes en función de la disposición a pagar. Esto puede justificar la concesión de descuentos a determinadas personas en función de criterios que se sabe que están correlacionados con la disposición a pagar (aquí reconocemos la práctica de condiciones especiales aplicables, por ejemplo, en función de la edad, la actividad o cualquier otro criterio). También podemos diferenciar la calidad de uso del bien para ofrecer varios tipos de acceso a precios distintos. Por ejemplo, la creación de dos clases en un servicio de transporte público garantiza que los usuarios con una baja disposición a pagar no queden excluidos, mientras que se cobra un precio elevado a los demás, lo que asegura la financiación.
Externalidades
Una externalidad o efecto externo se produce cuando la acción de consumo o producción de un individuo repercute en el bienestar de otro, sin que esta interacción sea objeto de una transacción económica. La contaminación es un efecto externo negativo evidente: cuando una fábrica produce, puede verter contaminantes al medio ambiente que afectan a la salud y, por tanto, al bienestar de la población circundante. De la misma manera, la congestión de las carreteras es una externalidad negativa recíproca en la que el molesto también sufre molestias. También existen externalidades positivas, siendo el ejemplo más obvio las redes de telecomunicaciones: un terminal de fax es tanto más útil para un individuo si muchos otros ya disponen de uno.
Al igual que en el caso de los bienes públicos, el mercado no gestiona bien las externalidades: los individuos y las empresas no tienen en cuenta el impacto de su comportamiento en el bienestar de los demás. Cuando un automovilista decide tomar una carretera, no percibe el coste adicional para los demás: lo único que importa es el tiempo que pasa viajando y su consumo de combustible. Del mismo modo, en ausencia de regulación, una industria contaminante no sufre ninguna repercusión por los daños que causa a los demás. En todos los casos, el objetivo de la intervención pública es introducir instrumentos que responsabilicen o incentiven a los responsables de las externalidades.
Impuestos y subvenciones
Según el principio de "quien contamina paga", se grava al contaminador para "mostrarle" el coste social de la contaminación. El objetivo de los impuestos ecológicos es animar a los contaminadores a reducir la contaminación haciéndoles cargar con las consecuencias colectivas. En esta línea, Vickrey fue uno de los primeros en analizar, a finales de los años 60, las ventajas de la "tarificación urbana" para combatir la congestión y la contaminación de los automóviles. Algunas ciudades muy grandes, como Singapur, y Londres desde febrero de 2003, han experimentado con este tipo de instrumento. También podemos invertir el incentivo y proponer, en su lugar, un sistema de subvenciones para la reducción de la contaminación. La idea es sencilla: al contaminador se le "muestran" los beneficios sociales de la reducción de la contaminación beneficiándose directamente. La tasa de subvención corresponde así al beneficio social marginal de la limpieza.
En teoría, la intervención pública, al introducir incentivos, debería permitir pasar de una situación ineficaz (demasiada contaminación, demasiado tiempo perdido en atascos) a una situación más eficaz, en la que todos salgan ganando. Sin embargo, tanto con el impuesto como con la subvención, hay perdedores: los contaminadores en el caso del impuesto, el contribuyente en el caso de la subvención. Una solución mixta permitiría repartir más equitativamente los beneficios de la reducción de la contaminación.
Mercados de derechos de contaminación
Para los problemas de contaminación, las dos soluciones anteriores corresponden de hecho a un reparto implícito de los derechos de propiedad iniciales sobre el medio ambiente. Emitir un impuesto significa cobrar al contaminador por un derecho de uso del medio ambiente que, por tanto, implícitamente pertenece en su totalidad al contribuyente. Subvencionar la reducción de la contaminación, por otro lado, es comprar al contaminador el derecho a un medio ambiente más limpio.
La introducción de permisos de contaminación negociables en un mercado responde a esta idea: las empresas contaminantes y los gobiernos reciben permisos de contaminación, es decir, derechos sobre el medio ambiente. A continuación, estos derechos pueden comercializarse en un mercado. Un gobierno puede comprarlos para reducir la contaminación. Las empresas que puedan limpiar la contaminación fácilmente preferirán limitar su contaminación y vender sus derechos, mientras que otras a las que les resulte costoso limpiarla los comprarán. El precio de mercado tendrá así el mismo papel que un impuesto o una subvención: mide el coste social de la contaminación y sitúa a cada agente ante la disyuntiva correcta entre costes y beneficios.
En Estados Unidos se ha introducido un mercado de permisos de contaminación para las emisiones de dióxido de azufre (SO2) de las centrales térmicas. El objetivo de este mercado, que se introdujo en 1992, era reducir las emisiones a la mitad de sus niveles de 1980 en menos de veinte años.
Cálculo económico
A partir de la contribución original de Jules Dupuit en 1844 ("De la mesure de l'utilité des travaux publics"), el término "cálculo económico" se refiere a todos los métodos utilizados para evaluar la conveniencia colectiva de un proyecto público midiendo sus beneficios y costes.
Si la economía funcionara del modo previsto por la teoría del equilibrio general, bastaría con evaluar la rentabilidad de los proyectos valorando los ingresos y gastos previstos a precios de mercado. En presencia de imperfecciones del mercado, los valores reales de los precios están muy alejados de los valores sociales de los bienes.
Como hemos visto, hay varias razones para estas discrepancias. En presencia de externalidades, por ejemplo, los costes (o beneficios) externos no se tienen en cuenta en los precios. En caso de racionamiento, sobre todo en una situación de desempleo, el precio no alcanza, por definición, su valor de equilibrio. Del mismo modo, las disposiciones fiscales, ya sean directas o indirectas, introducen distorsiones.
El cálculo económico recomienda el uso de "precios de pedido" o precios "ficticios" que se supone representan más fielmente los valores reales (la disposición a pagar de los consumidores, por ejemplo). La valoración de los bienes no de mercado, por ejemplo, el medio ambiente o los servicios prestados gratuitamente por el Estado, requiere una estimación del precio que los consumidores les atribuyen.
Se utilizan tres tipos de métodos. El primero se basa en datos observados - preferencias reveladas: la elección entre una carretera de peaje y una gratuita, por ejemplo, revela el valor que se concede al tiempo. El segundo se basa en encuestas - los llamados métodos de análisis contingente sobre preferencias declaradas: se pregunta a los individuos lo que están dispuestos a pagar para restaurar un paisaje, por ejemplo. El tercero también se basa en datos observados, pero en mercados relacionados: por ejemplo, el valor otorgado a la calidad del medio ambiente puede evaluarse por su influencia en los precios de la propiedad.
Monopolios naturales: fijación de precios y regulación
Cuando se trata de industrias en las que los costes fijos (independientes de las cantidades producidas) son elevados, se plantea un problema similar al de los bienes públicos. El coste fijo desempeña exactamente el mismo papel que un bien público, en el sentido de que no puede imputarse económicamente a ningún consumidor particular del producto. Estas industrias son monopolios naturales: es obviamente más eficaz tener una única entidad de producción y evitar así la reproducción innecesaria del coste fijo.
Los trabajos de William Vickrey sobre la tarificación del metro de Nueva York y los de Marcel Boiteux sobre la tarificación de la electricidad son dos aportaciones esenciales a la economía pública. En ambos casos, se trata de proponer reformas de precios, basadas en razonamientos económicos, que reduzcan las distorsiones de precios que dan a los consumidores baremos de valor alejados de los costes reales.
Fijación de precios al coste marginal
La fijación de precios al coste marginal es un principio de eficiencia: si el precio de una unidad de bien se fija al coste que representa para la empresa, el consumidor recibe la señal correcta. Con este tipo de fijación de precios, el productor transfiere la responsabilidad de la producción al comprador. El consumidor tiene en sus manos los términos exactos de la compensación: sólo comprará si el valor que atribuye al bien es superior a su coste.
En este contexto, el principio de modulación horaria de las tarifas ha sido una de las principales aportaciones de la economía pública aplicada. En el caso de la electricidad y, más en general, de los productos o servicios que requieren la instalación de equipos necesariamente dimensionados para los picos de consumo, la fijación de precios fuera de las horas punta permite orientar eficazmente la demanda. Sin embargo, en presencia de costes fijos, la tarificación al coste marginal genera necesariamente un déficit de explotación que sólo puede cubrirse mediante subvenciones. En un contexto en el que este tipo de transferencia es difícil de conseguir, es necesario alejarse de la fijación de precios a costes marginales e incorporar un margen en los precios para financiar los costes fijos. Si la empresa ofrece varios productos, la llamada "regla de Boiteux" recomienda que el margen se fije en proporción inversa a la elasticidad de la demanda: cuanto mayor sea el diferencial del coste marginal, menos sensible será la demanda al precio.
Regulación y competencia por comparación
Imponer a una empresa una de estas reglas de fijación de precios presupone que el Estado dispone de los medios para controlar los costes de producción de la empresa. Si no es así, la empresa tenderá a inflar artificialmente sus costes para beneficiarse de un precio elevado y ocultar así un beneficio indebido.
Jean-Jacques Laffont y Jean Tirole (1993) han realizado un análisis exhaustivo de la relación reguladora entre el Estado y las empresas sometidas a él. Esquemáticamente, para minimizar la ineficacia provocada por un comportamiento estratégico, hay que ofrecer a una empresa un baremo de precios tal que el margen que obtenga sea tanto mayor cuanto menor sea su coste de producción declarado. De este modo, se incentiva a la empresa para que cobre un precio bajo. También se pueden ofrecer incentivos mediante mecanismos de subasta o de competencia por comparación. Por ejemplo, una autoridad local puede sacar periódicamente a subasta la explotación de su servicio de agua durante un periodo determinado. El ganador será el que cobre la subvención más baja por un precio y una calidad de servicio determinados. La competencia por comparación consiste en exigir a una empresa en posición de monopolio local que fije su precio al nivel del más bajo de los costes declarados por sus homólogas de otras regiones.
Estos diversos análisis tienen aplicaciones en los sectores de la educación, la sanidad, el transporte y las telecomunicaciones, ya sea en términos de fijación de precios o de regulación de la competencia.
Fiscalidad y redistribución
Las finanzas públicas, el estudio de cómo se financia el Estado, es la rama más antigua de la economía. El artículo seminal de Frank Ramsey en 1927 marcó el inicio de una línea de numerosos trabajos, tanto teóricos como empíricos, sobre el tema de la fiscalidad óptima.
Uno de los resultados fundamentales de la teoría del equilibrio general es que cualquier estado eficiente (es decir, óptimo de Pareto) puede obtenerse redistribuyendo los recursos iniciales a tanto alzado y dejando después que funcionen los mecanismos del mercado. La idea es sencilla: cuando el "laissez-faire" conduce a un equilibrio indeseable desde el punto de vista de la equidad, lo único que tienen que hacer las autoridades públicas es transferir recursos a los agentes que quieren favorecer y dejar después que el mercado haga su trabajo. Existe pues independencia entre el objetivo de eficacia (satisfecho por el mercado) y el objetivo de redistribución (logrado mediante transferencias): la satisfacción de un objetivo no se ve obstaculizada en absoluto por la persecución del otro.
El impuesto de capitación del Antiguo Régimen es un ejemplo de impuesto a tanto alzado: su nivel depende únicamente del estatus social (que, por supuesto, se hereda y no se adquiere). En la práctica, la aplicación de este tipo de transferencias (que, por definición, no deberían depender de las decisiones de los agentes) es una tarea que requiere una información perfecta sobre todas las características individuales de la economía.
Sin embargo, para financiar los bienes públicos y redistribuir, el Estado sólo dispone, por lo general, de instrumentos distintos de la suma fija, cuyos niveles dependen de las decisiones de los agentes y que, por tanto, tienen un efecto incentivador. Ya no hay independencia entre eficacia y redistribución: el impuesto sobre la renta, por ejemplo, puede tener un efecto negativo sobre la actividad. Esto plantea dos tipos de preguntas. La primera se refiere al impacto (¿cuáles son los efectos sobre los agentes?), mientras que la segunda se ocupa de estudiar la forma óptima que debe adoptar la fiscalidad (¿qué bienes deben gravarse? ¿a qué tipos? ¿con qué progresividad?), teniendo en cuenta los efectos sobre el comportamiento y los objetivos redistributivos perseguidos.
Impacto y coste de oportunidad de los fondos públicos
Cuando las autoridades públicas introducen o aumentan un impuesto sobre un bien, puede resultar tentador pensar que la carga será soportada en su totalidad por el consumidor. En realidad, debido al efecto sobre el comportamiento de la oferta y la demanda, no es así: el productor también absorberá parte de la carga. El aumento del precio (impuestos incluidos) deprimirá la demanda, lo que a su vez provocará una caída del precio "impuestos excluidos".
De este modo, el impacto fiscal se extiende por toda la economía: el que "extiende el cheque" no es necesariamente el que "paga". Además, al alejar los precios de su valor de mercado, la fiscalidad introduce una ineficacia que puede resumirse con la noción de "coste de oportunidad de los fondos públicos": un euro de más en las arcas del Estado supone una pérdida superior a un euro en la economía, la diferencia representa la ineficacia generada por la fiscalidad.
Fiscalidad directa e indirecta
Tradicionalmente, se distingue entre fiscalidad directa e indirecta, en función de quién recauda el impuesto. Véase a continuación sobre los impuestos directos e indirectos.
Impuestos directos e indirectos
Tradicionalmente, se distingue entre fiscalidad directa e indirecta, en función de quién recauda el impuesto. El impuesto indirecto lo recaudan las empresas en función del consumo final, mientras que el impuesto directo lo paga el propio contribuyente. La discusión anterior sobre la incidencia de los impuestos muestra que esta distinción es económicamente insignificante. Aquí preferimos hablar de la imposición de los bienes en un caso, y de la imposición de la renta en el otro.
La fiscalidad de los bienes
¿Cómo puede recaudarse una cantidad determinada de impuestos en la economía con la menor ineficacia posible? ¿Qué forma debe adoptar la fiscalidad de los bienes: debe haber un tipo único o diferentes tipos?
Formalmente, esta pregunta es idéntica a la que se plantea en relación con la fijación de los precios de los monopolios públicos. Cuando sólo nos preocupa la eficiencia, la regla, debida a Frank Ramsey en 1927 y retomada por Paul Samuelson en 1951, indica que cuanto mayor es el impuesto sobre un bien, menos sensible al precio es la demanda de ese bien. Esta regla, conocida como regla de Ramsey, es formalmente idéntica a la regla de Boiteux para la fijación de precios públicos. No tiene en cuenta los efectos redistributivos del impuesto. Si además nos preocupa la equidad, Peter Diamond y James Mirrlees han demostrado que la regla de Ramsey debería modificarse: la fiscalidad debería ser más baja cuanto más consuma el bien las categorías de población a las que se dirige la política de redistribución.
El impuesto sobre la renta
Desde la contribución original de James Mirrlees en 1971, el problema del impuesto sobre la renta ha sido objeto de numerosos trabajos teóricos y empíricos. Las cuestiones principales son sencillas: ¿cuáles son los efectos del impuesto sobre la renta y qué forma debe adoptar si queremos minimizar las distorsiones al tiempo que perseguimos un objetivo redistributivo determinado?
Consideremos, en términos generales, cualquier escala del impuesto sobre la renta: en función del nivel de ingresos designado por "la banda", se aplica un tipo impositivo marginal determinado, es decir, un tipo de retención sobre el último euro ganado. Cuando se aumenta este tipo marginal para un tramo de renta intermedio, sin modificar los tipos de los demás tramos, se combinan varios efectos. El impuesto aplicado a las rentas más elevadas aumenta mecánicamente en una cantidad fija igual al aumento del tipo multiplicado por la amplitud de la banda. Éste sería el único efecto si los contribuyentes no ajustaran su comportamiento en respuesta al aumento del impuesto. Son concebibles dos tipos de comportamiento. Los contribuyentes de los tramos superiores mantienen el mismo tipo marginal pero ven aumentar su impuesto: pueden intentar aumentar sus ingresos para compensar el gravamen (efecto renta que no afecta a los ingresos fiscales). Los del tramo modificado ven caer el rendimiento marginal de su esfuerzo, lo que puede incitarles, por el contrario, a reducir su actividad (efecto sustitución que tiende a reducir los ingresos fiscales, el efecto Laffer resumido por la expresión "demasiado impuesto mata al impuesto"). También existe la idea de las "trampas de inactividad", en las que el tipo impositivo marginal sobre las rentas bajas es elevado: el rendimiento neto de las rentas del trabajo es muy bajo, lo que no fomenta la actividad.
La forma óptima de imposición depende de la combinación de estos diferentes efectos y de la política de redistribución del gobierno. A grandes rasgos, la eficacia (recaudar al menor coste) recomienda fijar el tipo marginal para un tramo de renta determinado a un nivel más elevado cuanto menor sea el impacto negativo sobre la actividad y mayor el impuesto adicional recaudado. El objetivo de redistribución aboga por la introducción de un "impuesto negativo" (o renta mínima) distribuido a todos los contribuyentes, complementado por un impuesto más bien progresivo. La combinación de estas dos exigencias da lugar a formas complejas de fiscalidad óptima.
¿Es superflua la fiscalidad indirecta?
Anthony Atkinson y Joseph Stiglitz han examinado las ventajas de tener impuestos sobre los bienes y la renta al mismo tiempo. Bajo supuestos bastante generales, demuestran que la fiscalidad sobre los bienes es innecesaria. El impuesto sobre la renta es un instrumento suficientemente potente de imposición y redistribución que evita distorsionar el precio de los bienes.
Este resultado contradice el interés de una redistribución "en especie", dirigida a determinados bienes privados, que el Estado decidiría subvencionar u ofrecer gratuitamente. Para justificar este tipo de intervención, hay que verificar ciertas hipótesis específicas: en particular, hay que suponer que el bien en cuestión es más "útil" para las poblaciones a las que se quiere dirigir la redistribución. Así, la fiscalidad o la redistribución sólo son útiles cuando los individuos tienen preferencias suficientemente diferentes.